miércoles, 10 de marzo de 2010

EL INDIANO D. ANTONIO GARCÍA COELLO


La ciudad de Monterrey se asienta a los pies del majestuoso Cerro de la Silla, una impresionante montaña que alcanza los 1288 metros y que desde cualquier punto de la ciudad se puede divisar como a un guardián eterno que se ha convertido, por mérito propio, en símbolo de la urbe mexicana.

Cuanto se parecía este Cerro de la Silla al Peñón del Pez de su tierra natal allá en la pequeña villa de Peñalsordo, en tierras de Extremadura y del Arzobispado de Toledo. Y como gustaba de contemplarlo, ya en sus últimos años, sentado en una silla en el patio de las casas que levantara sobre el solar que había pertenecido a Santiago Barrera y a Don Nicolás de Vandale Massieu, en la calle que llamaban de San Francisco.

Por que Don Antonio García Coello había nacido en el año de Nuestro Señor de 1666 en esa villa del antiguo Estado de Capilla, tierras todas ellas de la Casa de Béjar, y con la esperanza de mejorar su fortuna, se había enrolado en las tropas que el rey de Castilla enviaba a sus nuevos dominios de Nueva España, lo que hoy conocemos como República mexicana.

De todos era sabido que quien en el Nuevo Mundo quería medrar, algo debería arriesgar, y la llegada de Don Antonio coincidió con el hallazgo de ricas minas de plata en la provincia del Nuevo Reino de León. Allí, en la Sierra de Minas Viejas los indios Alazapas habían descubierto en torno a 1689 las atractivas vetas del mineral argentífero y lo habían comunicado a los Tlaxcaltecas, quienes no tardaron en informar a las autoridades coloniales y el territorio pronto se inundó de mineros, comerciantes y aventureros. Son los años en los que surgen las poblaciones de El Real de Santiago de las Sabinas y de San Pedro de Boca de Leones, y es en esta última población donde volvemos a tener noticias del extremeño García Coello que ya en 1702 se dedicaba al comercio y al beneficio de los metales, mientras que con su espada, defendía la fuente de sus riquezas de los ataques nativos de indios Alazapas, Tobosos, Apaches y Catapaches. Por sus méritos militares será ascendido a capitán, y por su astucia mercantil, llegará a convertirse en un rico hacendado que, conforme las canas van ganando terreno al ardor juvenil, comenzará a ambicionar los cargos municipales que le hagan un “Hombre Respetable” en la sociedad regiomontana y le aseguren una senectud plácida y de merecido reconocimiento.

Así, con este propósito, en el año de 1722, dejará su Hacienda en el Real de Santiago de las Sabinas y se trasladará a vivir a la capital de la provincia, Monterrey, donde edificará unas casas en la Calle de San Francisco, en el mismo centro de la ciudad y junto al cauce seco del río Santa Catarina. Muy pronto será conocido en los ambientes de las clases dirigentes municipales, pues entre los años de 1724 y 1725 ejercerá de alcalde ordinario. A este cargo, añadirá ese mismo año de 1725 el de Teniente de Gobernador de la provincia de Nuevo León, nombrado por el Gobernador de la misma, Don Pedro de Sarabia Cortés y tres años más tarde pasará del grado de capitán al de General en reconocimiento a sus muchos y buenos servicios prestados a la Corona.

En sus últimos años de vida se vuelve un hombre piadoso y temeroso de Dios, quizá por que está cerca la hora en que ha de rendir cuentas, y llega a ocupar el puesto de mayordomo de la fábrica de la Iglesia de San Francisco Javier, regida por los jesuitas, siendo así mismo señalado como uno de los mayores devotos de la patrona de Monterrey, la Virgen del Roble.

Nada sabemos de si llegó a tener esposa o dejó hijos que continuasen con su apellido y Hacienda, pero a tenor de lo expuesto en sus últimas voluntades, parece que careció de descendencia. Y por ello, parece lógico que cuando un 25 de septiembre de 1728 decidió otorgar testamento, ante el sargento Miguel Guajardo, alcalde ordinario de la ciudad ese año, legase la mayor parte de sus bienes a la Santa Madre Iglesia.

Su ya mencionada devoción por Nuestra Señora del Nogal, más conocida como la Virgen de Roble, le llevará a donar 300 pesos para que se continúe con la construcción de una capilla donde poder albergar su imagen y que se había iniciado dos años atrás, en 1726, gracias a los 100 pesos legados por el general Don Francisco Báez de Treviño. Las obras de esta capilla no finalizarán hasta el año de 1752, auque ya en 1735 poseía un retablo dorado de siete varas de altura. También dedicará 1.300 pesos para techar la iglesia jesuítica de San Francisco Javier, que hacía las funciones de parroquia, y 200 más para dorar el altar mayor de la misma, de cuya obra, recordemos, fue mayordomo hasta su muerte.

A todo ello hay que sumar 1.000 pesos para la reconstrucción del Convento de San Francisco, que fue destruido por un incendio en 1710, y 2.000 más dedicados a la construcción de un altar bajo la advocación de Jesús María en el mismo convento. También dejará como legado una casa a favor de los padres apostólicos del hospicio del Real de San Pedro de Boca de Lobos, hospicio que fuera construido en un solar donado en 1715 por el licenciado Francisco de la Calancha y Valenzuela.

Para que estás, sus últimas voluntades, se cumplieran, Don Antonio García Coello nombrará como su albacea testamentario a Don Mateo de Lafita y Berri, vecino del Real de Santiago de las Sabinas, quien para poder cumplir con lo ordenado se verá obligado a vender por 2.000 pesos de oro común la Hacienda que el general García Coello poseía en el Real de las Sabinas en 1735 y por escritura de 22 de junio de 1746 hará lo mismo y por idéntico valor con las casas de la calle de San Francisco, que serán adquiridas por el Gobernador Don Pedro de Barrio.

En esas mismas casas que Don Antonio García Coello levantara en la calle de San Francisco, y desde las que gustaba mirar al Cerro Silla, como si del Peñón Pez se tratara, murió nuestro general un 8 de marzo de 1730, siendo enterrado en el Convento de San Francisco, junto al altar puesto bajo al advocación de Jesús María y que costeó por legado con los 2.000 pesos que el Gobernador Don Pedro de Barrio pagó por esas mismas casas que un día él levantó sobre el solar que había pertenecido a Santiago Barrera y a Don Nicolás de Vandale Massieu.

Será gracias a la labor de investigación encomiable del historiador mexicano Israel Cavazos Garza, el que hoy podemos reconstruir la vida de este insigne peñalsordense, al que habrá que otorgarle el reconocimiento que buscó por su azarosa vida, y regalarle con nuestro recuerdo la inmortalidad que sólo los intrépidos merecen.
Carlos Mora Mesa

1 comentario:

  1. Un artículo muy enternecedor y poético. Me gusta y me parece muy interesante

    ResponderEliminar