LA VANGUARDIA ESPAÑOLA
Edición del Sábado 27 de abril de 1974
Edición del Sábado 27 de abril de 1974
Parece el título de un «artículo de humor, pero es información seria y pura. En Guadalmez (Ciudad Real), y a orillas del río Guadalmez, se va a levantar un monumento a la Bellota. El monumento, al que sólo conozco por la fotografía de la maqueta, podría ser aún más feo ya que todo, incluso lo horrendo, es perfectible. Pero tal como aparece en la fotografía de «ABC» es ya motivo suficiente para que alguien propugne una Asociación (no política) de Afectados Estéticamente por el monumento a la Bellota. Sobre una descomunal hogaza en piedra, aparece un extraño mojón pétreo de cuatro lados, en cada uno de los cuales la imitación de un pergamino clavado perpetúa un texto del Quijote, sobre el que campea una cruz que recuerda a la de Calatrava o a la de Alcántara, aunque de lejos. Encima de este mojón, como un perro sentado, está la bellota, con su granulado dedal y Una ramita de encina.
Hasta aquí la parte como naturalista del monumento y, al lado, un estilizado Don Quijote mucho más cerca de los ferruginosos remedos a base de tenedores viejos que de las síntesis de Henry Moore. No sigo para que no les de un pronto cardíaco a Antoni Tapies o a Gustavo Torner. Pero si los artistas españoles se aviniesen a salir un momento de las moquetas y aceros inoxidables de sus torres ebúrneas, para ejercer públicamente las responsabilidades de su magisterio, se llegarían hasta Guadalmez y armarían la de Dios es Cristo. Este comando, en el que podrían formar Pablo Serrano, José María Subirachs y Eusebio Sempere, entre otros, no actuaría en defensa del arte (ya que el arte se defiende solo), sino en defensa de los ribereños de Guadalmez, que mientras el Fuero de los Españoles y la selectividad universitaria no demuestren lo contrario, no deberían ser considerados ciudadanos culturales de tercera división.
Porque este artículo no se escribe contra las bellotas, honrado alimento de cerdos bucólicos y niños de postguerra, sino contra los promotores de desaguisados monumentales. Ni en defensa de los escultores, sino de los contempladores de estatuas. Nada tengo contra la bellota, tan merecedora de un monumento, seguramente, como el general Espartero, pero puestos a homenajearla en bronce, los criterios belloteros no deberían haber primado sobre los estrictamente urbanísticos o estéticos.
La estatua de un salvador de la Patria puede no parecerse al David de Donatello, sin que la ligereza municipal de erigirle sea irreparable. Este tipo de estatuas suelen ser desestalinizadas a su tiempo y, en su solar profanado, volver a florecer el tulipán. Pero una estatua a la bellota puede durar para los restos y de ahí que la responsabilidad cultural del Ayuntamiento de Guadalmez en la hora presente exceda con mucho a la del Ayuntamiento de Málaga a la hora de decidir en qué lugar reinstaura, si es que ha de ser reinstaurada, la estatua flotante y eventual de don Antonio Cánovas del Castillo.
Lo que sí hay que aplaudir sin más reservas que las exigidas por el distanciamiento brechtiano que pide el tema, es el buen sentido actual de erigir monumentos a señores «que no se me puedan morir», tales como el queso manchego, el. porrón, la patata temprana, el i chiflo del afilador o la misma bellota.
Ya fue un acierto aritmético y un signo de prudencia histórica lo de los monumentos genéricos: al maestro y no al padre Manjón, al procurador en Cortes y no a Eduardo Tarragona, al soldado desconocido y no al general Rommel, pero la moda de levantar monumentos a las cosas, a la que seguirá la de erigir estatuas a los conceptos (cuando las corporaciones locales lleguen al arte abstracto), es el cúlmen de la sublimación estatuariay el golpe de gracia al culto de a la personalidad. Lo siento por los salvadores de la Patria y me alegro por la bellota de Guadalmez. — MÁXIMO.
Hasta aquí la parte como naturalista del monumento y, al lado, un estilizado Don Quijote mucho más cerca de los ferruginosos remedos a base de tenedores viejos que de las síntesis de Henry Moore. No sigo para que no les de un pronto cardíaco a Antoni Tapies o a Gustavo Torner. Pero si los artistas españoles se aviniesen a salir un momento de las moquetas y aceros inoxidables de sus torres ebúrneas, para ejercer públicamente las responsabilidades de su magisterio, se llegarían hasta Guadalmez y armarían la de Dios es Cristo. Este comando, en el que podrían formar Pablo Serrano, José María Subirachs y Eusebio Sempere, entre otros, no actuaría en defensa del arte (ya que el arte se defiende solo), sino en defensa de los ribereños de Guadalmez, que mientras el Fuero de los Españoles y la selectividad universitaria no demuestren lo contrario, no deberían ser considerados ciudadanos culturales de tercera división.
Porque este artículo no se escribe contra las bellotas, honrado alimento de cerdos bucólicos y niños de postguerra, sino contra los promotores de desaguisados monumentales. Ni en defensa de los escultores, sino de los contempladores de estatuas. Nada tengo contra la bellota, tan merecedora de un monumento, seguramente, como el general Espartero, pero puestos a homenajearla en bronce, los criterios belloteros no deberían haber primado sobre los estrictamente urbanísticos o estéticos.
La estatua de un salvador de la Patria puede no parecerse al David de Donatello, sin que la ligereza municipal de erigirle sea irreparable. Este tipo de estatuas suelen ser desestalinizadas a su tiempo y, en su solar profanado, volver a florecer el tulipán. Pero una estatua a la bellota puede durar para los restos y de ahí que la responsabilidad cultural del Ayuntamiento de Guadalmez en la hora presente exceda con mucho a la del Ayuntamiento de Málaga a la hora de decidir en qué lugar reinstaura, si es que ha de ser reinstaurada, la estatua flotante y eventual de don Antonio Cánovas del Castillo.
Lo que sí hay que aplaudir sin más reservas que las exigidas por el distanciamiento brechtiano que pide el tema, es el buen sentido actual de erigir monumentos a señores «que no se me puedan morir», tales como el queso manchego, el. porrón, la patata temprana, el i chiflo del afilador o la misma bellota.
Ya fue un acierto aritmético y un signo de prudencia histórica lo de los monumentos genéricos: al maestro y no al padre Manjón, al procurador en Cortes y no a Eduardo Tarragona, al soldado desconocido y no al general Rommel, pero la moda de levantar monumentos a las cosas, a la que seguirá la de erigir estatuas a los conceptos (cuando las corporaciones locales lleguen al arte abstracto), es el cúlmen de la sublimación estatuariay el golpe de gracia al culto de a la personalidad. Lo siento por los salvadores de la Patria y me alegro por la bellota de Guadalmez. — MÁXIMO.
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